lunes, 28 de junio de 2021

Historia del estudio de la sangre

 (Ciencias de Joseleg)(Biología)(Introducción y biología celular)(La sangre)(Introducción)(Historia)(El citosol y otros fluidos intracelulares)(Diferentes tipos de sangre)(Los colores de la sangre)(Las funciones de la sangre)(Plasma sanguíneo y sus componentes)(Propiedades de la sangre total y su análisis)(Sistema de grupos sanguíneos)(Glóbulos rojos o eritrocitos)(Glóbulos blancos o leucocitos)(Las plaquetas o trolbocitos)(Hematopoyesis)(Origen de otros componentes de la sangre)(Referencias bibliográficas)(Versión documento word)

 

Debido a su importancia para la vida humana la sangre ha sido asociada a una enorme cantidad de creencias rituales. Una de las más básicas es emplear la sangre como un símbolo de relaciones de parentesco; estar relacionado sanguíneamente implica que los miembros comparten ancestros comunes en oposición a los parentescos maritales por matrimonio. Las referencias míticas de la sangre se encuentran relacionadas con sus propiedades vitales como en el nacimiento, en la cacería o en la batalla, tres eventos de importancia vital para nuestros ancestros. Por lo que no es de extrañar que a lo largo de los milenios de las culturas que han dejado legado en la nuestra, se hubieran entretejido muchos mitos y leyendas alrededor de la sangre, entre las cuales, tal vez la más relevante al interior de la cultura popular es el mito del vampiro (Prewitt, 1992).

En el mundo antiguo era razonable suponer que, si la sangre era el alma y por lo tanto la parte más importante de nuestro organismo, debía ser asiento favorito de los espíritus malignos. Y una forma apropiada de echarlos para afuera y hacer sanar al enfermo, era extrayéndole una buena cantidad de sangre. Todas las civilizaciones, desde los tiempos más antiguos, utilizaban la sangría; los babilonios y los egipcios, al igual que los hindúes, los chinos y los aztecas, así como otros amerindios, con frecuencia la practicaban y practican hasta la fecha en algunas regiones “Norte América, Amazonas, Perú”.

Figura 1. Las sanguijuelas han sido un método común de extracción de sangre por miles de años.

Los mayas precolombinos realizaban sangrías como un mecanismo de “perdón” a los dioses para que estos le restituyeran la salud. Ciertas tribus norteamericanas “los Dakotas, por ejemplo”, realizan procedimientos curativos a base de aplicación de ventosas, la sangría, el uso del humo y los baños de vapor. Los hechiceros americanos combinaron tratamientos “mágicos” con medicina “natural”, asociando el uso de hierbas, sustancias minerales, productos animales y sangrías, enemas y emplastos, con actos mágico-religiosos del tipo de las danzas rituales y las ofrendas (Adams, 1989; Newquist, 2012).

En la época de Hipócrates, los griegos habían desarrollado un sistema interpretativo del mecanismo de producción de las enfermedades, basado en la teoría de los cuatro humores orgánicos. Puede reconstruirse claramente el camino que llevó al pensamiento griego a este sistema médico: la idea de que el universo está formado por cuatro elementos básicos (agua, aire, fuego y tierra), cada uno de ellos caracterizado por una cualidad específica (humedad, sequedad, calor, frío); la teoría de los contrarios (con especial hincapié en el número cuatro), que sostenía que entre los elementos opuestos debe conservarse un equilibrio para mantener la armonía de los cosmos y la salud en el microcosmos que es el hombre; los efectos producidos por las estaciones del año, que inicialmente eran tres y no cuatro, sobre el cuerpo y la mente; las secreciones orgánicas, que eran al principio tres (sangre, flema y bilis) y luego se transformaron en cuatro, al diferenciarse entre bilis negra y bilis amarilla (Góngora-Biachi, 2005).

¿Y de dónde sacaron eso de los cuatro humores si cuando nos cortamos lo que sale es sangre? Cuando la sangre se la coloca en un contenedor de vidrio y se la deja inalterada por al menos una hora, esta se separa en cuatro capas debido a que sus componentes internos se separan por densidad, es básicamente lo que hacemos con la centrifugadora, y cuyos detalles discutiremos a fondo en secciones futuras. Por el momento solo nos enfocaremos en una descripción desde el punto de vista de un filósofo natural antiguo, que observaría la formación de cuatro capas. La capa más densa de plaquetas coaguladas que se depositaria en el fondo se denominó como la bilis negra, posteriormente tenemos los glóbulos rojos suspendidos en agua formando la capa que fue denominada como “la sangre”, encima de ella una muy delgada y hasta tenue capa blanca y lechosa de glóbulos blancos que fue denominada “flema” y por encima, una capa amarilla de suero que fue denominada “bilis amarilla” (Hart, 2001). Por último, hacía falta alguna hipótesis general que integrara todos estos conceptos, porque, como dice el premio Nóbel Peter Medawar, “La ciencia, sin el apoyo de las hipótesis, es sólo arte culinario” (Góngora-Biachi, 2005).

Si estos “humores” se encuentran en equilibrio, el cuerpo goza de salud; en cambio, el exceso o defecto de alguno de ellos produce la enfermedad. Las teorías humorales de los primeros filósofos griegos fueron utilizadas por Galeno (129 a.C.-200 a.C.) para explicar las enfermedades crónicas. Aunque tal perspectiva nos puede parecer risible en la actualidad, hay que recordar que Galeno fue un médico de batalla, por lo que sus aportes prácticos se dieron más en el tratamiento de heridas y problemas muy agudos, mientras que las enfermedades crónicas obedecen a causas completamente diferentes, Galeno debió ser quien iniciara una edad de raciocinio, pero en lugar de ello fue elevado a un pedestal en el cual, lo que el propuso permaneció con pocas alteraciones por poco menos de un milenio. Los cuatro humores fundamentales (sangre, flema, bilis amarilla y bilis negra), responsables de la salud y de la enfermedad, le sirvieron de base para clasificar los temperamentos en cuatro tipos: flemáticos, sanguíneos, coléricos y melancólicos. Estos términos se utilizan todavía hoy para designar el carácter de una persona. Galeno ha sido probablemente el autor que más ha influido en el desarrollo de la Medicina.

Figura 2. Relación entre los elementos clásicos y los humores.

Para la fisiología galénica, la sangre se forma continuamente en el hígado a partir de los alimentos ingeridos, después de haber sufrido una primera elaboración en los intestinos. A través de la vena porta, los alimentos en forma de quilo van al hígado. Aquí, mediante una segunda elaboración, el quilo se transforma en sangre nutricia y continúa siendo transformada por los demás órganos, que la purifican y preparan a cumplir sus funciones nutricias. El bazo retira los residuos terrosos y el riñón retira los residuos acuosos. Una vez preparada, la sangre venosa discurre por las venas a la periferia, donde termina su recorrido al transformarse directamente en parénquima. La sangre venosa, que desde el hígado pasa al corazón, ingresa por el ventrículo derecho e inmediatamente pasa al izquierdo, a través de comunicaciones interventriculares, para mezclarse con el aire que ingresa por la traquearteria hasta este punto, donde ocurre la neumatosis. Desde el ventrículo izquierdo, una vez transformada en sangre vital, corre a través de las arterias llevando el calor innato. En la periferia se enfría y se coagula para transformarse en cada uno de los tejidos a los que llegó, con lo que termina su recorrido. Este concepto sobre la composición y movimiento de la sangre permaneció prácticamente sin cambios por más de diecisiete siglos (Izaguirre-Ávila & de Micheli, 2005). Durante cerca de 15 siglos sus trabajos fueron la autoridad indiscutible (Góngora-Biachi, 2005).

Hipócrates recomendaba la sangría terapéutica cerca del órgano enfermo para eliminar los humores excesivos localizados ahí (efecto derivativo) y también lejos del órgano enfermo para evitar que continuasen llegando a él dichos humores (efectos revulsivos) (Mory, Mindell, & Bloom, 2000). La sangría derivativa no debía ser necesariamente copiosa y se acostumbraba practicarla con sanguijuelas o ventosas. La del tipo revulsivo era más abundante y se efectuaba por medio del cuchillo (flebotomía). Galeno utilizó con frecuencia las sangrías, basándose en la teoría de los cuatro humores, pero fue el primero en advertir acerca de las precauciones que había que considerar en cuanto a la cantidad de sangre extraída (Góngora-Biachi, 2005), después de todo era un médico de batalla, no un filósofo, por lo que con prudencia decidía anteponer la experiencia al mero razonamiento filosófico.

En el Renacimiento las sangrías fueron utilizadas sin discriminación, sobre todo en las enfermedades infecciosas y de ahí en adelante se mantuvo el criterio de sangrar en forma copiosa cerca del sitio de la enfermedad y aún se estipuló la sangría total para las fiebres, por medio de la aplicación de sanguijuelas en todo el cuerpo (10 a 50 para los casos comunes). Como hasta el siglo XIX no se tuvo una idea precisa de la relación directamente la pérdida de sangre y la  disminución del volumen sanguíneo, no era raro que ocurriesen accidentes con el abuso de la sangría, generalmente atribuidos a la misma enfermedad (Góngora-Biachi, 2005).

Figura 3. Louis XV desangrado por sus médicos.

Así, no se sabe bien si la viruela hubiese matado por si sola a Louis XV de Francia. Sus médicos (parece que eran seis, auxiliados por cinco cirujanos y tres boticarios) le propusieron tres sangrías, pero el rey aceptó solamente dos porque temía debilitarse demasiado. Y para no violar los preceptos terapéuticos y al mismo tiempo exceder a la petición real, sólo se le practicaron dos, aunque la segunda fue de doble cantidad. La actividad sangradora de los médicos franceses en la primera mitad del siglo XIX, capitaneados por Broussais, un cirujano militar agresivo, llegó a extremos pocos creíbles. En el año 1830, tuvieron que ser importadas a Francia 41 millones de sanguijuelas, mientras que diez años antes bastaban dos o tres millones para satisfacer todas las demandas  (Góngora-Biachi, 2005).

El consumo de la sangre como fuente de alimento ha sido un aspecto de suma importancia en muchas religiones. Por un lado, era común sacrificar a los dioses animales de granja, donde se asumía que la sangre derramada y/o quemada servía de alimento para los dioses que se fortalecían con los holocaustos, o simplemente servían para apaciguar su divina ira. El consumo humano de la sangre es posible, de hecho algunas tribus africanas como los Masai Mara viven de la sangre de su ganado cuando las condiciones duras de las estaciones secas no dejan más opciones, y no pueden permitirse matar al ganado (Suárez, Rojas, & Miranda, 2009).

Figura 4. En África, la sangre es una fuente común de hierro y proteína.

Plinio el viejo, relata que el circo romano, alrededor del año 100 de nuestra era, la gente se lanzaba a la arena a beber la sangre de los gladiadores moribundos y adquirir así su fuerza y su valor. Entre grupos étnicos de Asia y Meseoamérica de hace 2,000 años, es frecuente encontrar la descripción de la ingesta de sangre humana de los enemigos y también de algunos animales para adquirir fortaleza y, en su caso, las buenas cualidades de los animales. Esta costumbre de ingerir sangre de animales, hasta hace unos pocos años -y quizá hasta estas fechas del año 2005- era practicada en el rastro de la ciudad de Mérida, Yucatán y en las corridas de toros de las poblaciones del interior de este estado mexicano. Por supuesto una manera más sutil de ingerir sangre es a través de un buen taco de “morcilla” (sangre cocida y condimentada, alimento popular en México, Colombia y algunos otros países latinoamericanos) (Góngora-Biachi, 2005).

Sin embargo, la tradición judeocristiana con respecto a la sangre es la de un tabú. En el judaísmo, en el Islam y en ciertas denominaciones cristianas como los testigos de Jehová y los adventistas, se considera tabú el consumo de sangre, carne sangrienta o alimentos que contengan sangre como ingrediente. En la Biblia, en el libro V de Moisés (Deuteronomio 12:23), se rechaza el consumo de sangre debido a que es fuente de vitalidad. Esta prohibición se repite en la Torá y en el (Levítico 7:26-27). Al igual que el caso del tabú de la carne de cerdo, el hecho de que el tabú de comer sangre aparezca en la Biblia no ha bastado para extenderlo entre los cristianos (aunque habitualmente sí existe un tabú cultural). Sin embargo, existen indicios de que esta prohibición era respetada por los primeros cristianos (Hechos 15:19-21).

En el Corán la prohibición se puede leer en la (Sura 5.4). Para respetar este tabú, en los faenamientos existen métodos especiales y personas especializadas (judaísmo: Shojet, ‘matarife’) encargadas de «purificar» la carne eliminando todo rastro de sangre para que pueda ser ingerida de acuerdo con las reglas de cada religión (Latzer, Witztum, & Stein, 2008). En el Corán existen prohibiciones explícitas acerca de la ingesta de sangre (Razi, Bd.): se menciona repetidamente que el sacrificio de los animales debe ir acompañado de un degüello, que elimina los rastros de sangre en sus venas.23 No obstante, la prohibición del Corán se refiere directamente sólo a la “sangre derramada”, lo que se puede entender como la sangre que brota.

Por razones diferentes a la religión, en algunos países de la Unión Europea está prohibido vender sangre líquida, alegando razones de salud pública. Este fenómeno ha hecho que algunos platos tradicionales como el sanguinaccio dolce (extraña mezcla de chocolate con sangre de cerdo) de la cocina de Nápoles quedara relegado casi al olvido (Dalla Bona, 2004) (Figura 5). Sin embargo, el consumo de sus subproductos procesados en forma de embutido (morcillas, black pudding, etcétera) está muy extendido y es altamente popular. En Galicia es tradicional comer durante la matanza del cerdo, filloas hechas con su sangre. En la región sur de México es muy consumida la moronga, un embutido hecho con sangre de cerdo y especias mientras que en Colombia la rellena es infaltable en platos típicos como la fritanga.

Figura 5. Sanguinaccio dolce.

Figura 6. La rellena.

El renacimiento es un tiempo de múltiples contrastes, por un lado, muchos cultos religiosos “o partes importantes de ellos” mantenían creencias medievales junto con los pobladores poco entendidos, pero por otra parte, los filósofos naturales irrumpen tratando de llevarse para sí y para el estudio naturalista cosas que habían sido vistas como parte del misticismo, lo cual generó evidentes tensiones entre la luz de la razón y la oscuridad de las creencias locales en todo el mundo.

Figura 7. William Harvey (1 de abril de 1578 - 3 de junio de 1657) fue un médico inglés a quien se le atribuye describir correctamente, por primera vez, la circulación y las propiedades de la sangre al ser distribuida por todo el cuerpo a través del bombeo del corazón.​ Este descubrimiento confirmó las ideas de René Descartes, que en su libro Descripción del cuerpo humano había dicho que las arterias y las venas eran tubos que transportan nutrientes alrededor del cuerpo.

Así mismo, en 1651 mencionó por primera vez el concepto de ovocito mediante la sentencia latina «ex ovo omnia» (Todo procede de un huevo). No lo observó como tal, pero fue el primero en sugerir que los seres humanos y otros mamíferos albergan una especie de “huevo” que contiene al individuo sucesor; teoría criticada por la comunidad científica del momento.

Con la obra de William Harvey (1578-1657) cambia el concepto, no sólo sobre el movimiento de la sangre, sino también sobre su composición. De Motu Cordis (Harvey, 1959), además de ser el primer tratado sobre la circulación sistémica, es también el primer tratado sobre la composición y funciones del líquido hemático. La función del corazón existe sólo para un fin: enviar la sangre a los tejidos para llevar el pneuma, tanto nutricio como vital. Así, se requiere de la mecánica para que pueda cumplirse el vitalismo. La función del corazón sólo se entiende a través del servicio que presta a la sangre para impulsarla. La sangre líquida es quien lleva la vida, pero el corazón es necesario para moverla. En el capítulo VII del De Motu Cordis, Harvey explica la razón de la circulación sanguínea (Izaguirre-Ávila & de Micheli, 2005):

"El movimiento de la sangre nutre, da calor y vigoriza todas las partes, al llevarles sangre más caliente, más perfecta, más vaporosa y espirituosa y aún diría yo, más aumentativa. En las partes (órganos) sucede lo contrario: la sangre se enfría, se espesa, y por decirlo así, tiene que volver al principio, o sea el corazón, al cual regresa como a la fuente u hogar del cuerpo, para recuperarse. Allí, por el calor natural, potente cuanto impetuoso tesoro de vida, vuelve a licuarse y a preñarse de espíritus (que es como si dijésemos de un bálsamo), para volver a ser distribuida."

En estas palabras queda implícito que la sangre debe mantenerse líquida para cumplir su función, que esta fluidez se debe al calor innato originado en el corazón, que debe volver a este punto para transformarse nuevamente en vital, gracias a la neumatosis, y que en la periferia tiene una tendencia natural a coagularse. El corazón adquiere relevancia porque se considera el sitio en que ocurre la mezcla de la sangre con el aire. Fue el descubrimiento de la circulación pulmonar lo que ubicó realmente a esta función en los pulmones, con lo que el corazón pasa a ser sólo el órgano que impulsa la sangre. El líquido hemático sigue considerándose indispensable para la vida, al grado de identificarlo como la sede y el conductor del alma, problema que atrajo la atención de numerosos filósofos, científicos y médicos del Renacimiento, como Miguel Servet (Whitteridge, Pagel, & Keynes, 1972). El interés por descubrir cómo ocurre este prodigio motivó no sólo investigar cómo la sangre se mueve, sino saber de qué está hecha y qué servicios prestan sus componentes al resto del organismo (Izaguirre-Ávila & de Micheli, 2005).

En el siglo XVII se inició la práctica de inyectar sustancias en el interior del torrente sanguíneo. Era uso frecuente instilar vino en los perros de caza para el tratamiento de algunas enfermedades. Johann Sigismund Elsholtz (1623-1688), médico de cabecera de Federico Guillermo de Bradeburgo, en 1665 publica Clysmatica nova (Elsholtz, 1966), que contiene la primera referencia de una inyección intravenosa en un ser humano. Daniel Major, de Papua (1634-1693), administró medicación intravenosa mediante finos cilindros de plata. Sugirió, cómo habían hecho otros autores, que era posible inyectar sangre en las venas, pero no hay pruebas de que lo realizará en hombres  (Góngora-Biachi, 2005).

Richard Lower (1631-1691) fue el primero en realizar una transfusión directa de sangre (Learoyd, 2012), demostrando que la diferencia de color entre la sangre arterial y venosa se debía al contacto con el aire en los pulmones. John Mayow (1640-1679) afirmó que el enrojecimiento de la sangre venosa se debía a la extracción de alguna sustancia del aire. Llegó a la conclusión de que el proceso respiratorio no era más que un intercambio de gases entre el aire y la sangre; éste cedía el espíritu nitro aéreo y cogía los vapores producidos por la sangre (Góngora-Biachi, 2005). Richard Lower, en el siglo XVII, fue quizá el primero en realizar una transfusión mediante tubos e un animal a otro, y, según Samuel Pepys, administró sangre de oveja a un joven con la intención de cambiar su carácter (P. Moore, 2003). Se desconocen los resultados de este experimento. Otro investigador de este siglo XVII. Bartholinius, seguramente poco serio, informó el caso de una señorita epiléptica que recibió una transfusión de sangre de gato y luego, en las noches subía al tejado a maullar (Góngora-Biachi, 2005).

Figura 8. La transferencia de la sangre entre especies no es viable debido a que el sistema inmune reconoce los marcadores de los glóbulos rojos extraños y causa su eliminación, proceso llamado hemólisis. La excepción conocida son los chimpancés, que poseen nuestros mismos tipos de sangre.

Se considera a Jean-Baptiste Denis como el primero en acometer con éxito una transfusión humana (Izaguirre & de Micheli, 2001; Jaulin & Lefrère, 2010). En 1667 administró tres pintas de sangre de carnero a una persona, sin efectos nocivos aparentes, pero después intento dar sangre de ternera a un muchacho de vida agitada con el fin de suavizar su carácter violento y le produjo una grave reacción que desembocó en la muerte. En el juicio que siguió a este hecho, Denis fue exonerado de toda culpa, pero la facultad de París prohibió futuras transfusiones. Diez años más tarde, el parlamento las declaró ilegales. El gobierno italiano también declaró fuera de la ley las transfusiones de persona a persona, pero no así la Real Sociedad de Londres, que mantuvo su conformidad (Góngora-Biachi, 2005).

Una vez que Marcello Malpighi (1628–1694) encontró la comunicación microscópica entre los vasos arteriales y venosos a través de los capilares, quedó claro que la sangre no se regeneraba constantemente a partir del hígado como pensaba Galeno dieciséis siglos antes, sino que el contenido del sistema vascular se mantenía constante en volumen gracias al movimiento del corazón (Izaguirre-Ávila & de Micheli, 2005).  

Figura 9. Marcello Martillion Malpighi (Crevalcore, Bolonia, Italia, 10 de marzo de 1628-Roma, Lacio, 30 de noviembre de 1694) fue un anatomista y biólogo, considerado el fundador de la histología.

Ya conocido el aspecto iatromecánico de la circulación, el interés se orientó a descifrar la composición del líquido hemático y durante los años que siguieron a la invención del microscopio, varios observadores encontraron partículas diminutas en la sangre. El propio Malpighi abordó su análisis lavando algunos coágulos encontrados en el corazón. En el líquido rojo que obtiene, observa una miríada de átomos rojos. Sin duda, es una de las primeras descripciones de los eritrocitos (Angelini, Villason, Chan Jr, & Diez, 1999; Azizi, Nayernouri, & Azizi, 2008; Khan, Daya, & Gowda, 2005). En una carta a Giovanni Alfonso Borelli (1608–1679) escrita en 1661 y publicada en 1687, Malpighi menciona:

"... por sangre, yo no entiendo el agregado de los cuatro humores comunes: las dos bilis, sangre y flema, sino todo lo que fluye continuamente a través de las venas y arterias, que consiste de un infinito número de partículas. Todas parecen estar comprendidas en dos partes, la parte blanquecina, llamada suero, y la parte roja"  (Izaguirre-Ávila & de Micheli, 2005).

Malpighi también observó los eritrocitos en los vasos del erizo, valiéndose de excelentes microscopios construidos por el astrónomo y óptico Eustachio Divini. En Holanda, tanto Antonio van Leeuwenhoek (1632–1723) como Jan Swammerdam (1637–1680), describieron partículas al estudiar gotas de sangre y las llamaron glóbulos rubiscentes, aunque este último dudó que realmente estuvieran en el interior de los vasos (T. Moore, 2013). Leeuwenhoek dio a conocer sus observaciones sobre las partículas de la sangre en 1674 en la publicación de la Real Sociedad de Londres Transacciones Filosóficas. En Suiza, Albrecht von Haller (1708–1777) describió su forma lenticular, y Lázaro Spallanzani (1729–1799), en Italia, diferenció a los vertebrados de los invertebrados por la presencia de los glóbulos rojos. El propio von Haller observó otros glóbulos más grandes, incoloros, que pudieron haber sido los leucocitos.6 El estudio de los átomos rojos llevó a Domenico Gusmano Maria Galeazzi (1686–1775) al descubrimiento del hierro en la sangre, al demostrar la abundancia de partículas metálicas extraídas por un imán desde las cenizas de sangre. La ubicación del hierro en los eritrocitos y no en el suero o en los coágulos lavados se debe a Vincenzo Menghini (1704–1759). Así, dentro de la escuela de Malpighi establecida en Bolonia, la sangre deja de ser un humor para convertirse en una mezcla de suero, fibrina y partículas rojas que contienen hierro (Izaguirre-Ávila & de Micheli, 2005).

En el siglo XVIII varios autores mencionaron partículas diferentes a los glóbulos rojos, que pudieron haber sido leucocitos. En 1749 Jean Baptiste Senac (1693–1770), nacido en Lombez, Francia, mencionó los corpúsculos pálidos en su Tratado de la Estructura del Corazón, de su Acción y de sus Enfermedades, pero no dio interpretación a sus observaciones (Rolleston, 1934). En Inglaterra, William Hewson (1739–1774) también encontró los vasos lácteos linfáticos descritos por Aselli (Pearson, 2002). Los observó en pájaros, reptiles y peces y mencionó que no contenían glóbulos rojos, sino corpúsculos pálidos. Seguramente eran leucocitos. Como en la sangre éstos eran menos numerosos que los glóbulos rojos, se olvidaron prácticamente durante más de un siglo (Izaguirre-Ávila & de Micheli, 2005)

Los microscopios del siglo XVIII y principios del siglo XIX tenían el problema de la aberración cromática, que distorsionaba la imagen e impedía observar partículas más pequeñas. A partir de 1820 se resolvieron los obstáculos que impedían tener el máximo provecho del microscopio compuesto. Los ingleses habían obtenido la técnica de elaborar lentes objetivos acromáticos y que guardaron celosamente el secreto durante muchos años. En 1830, Joseph Jackson Lister, padre del que sería el gran cirujano que desarrolló la antisepsia, logró reducir la distorsión esférica y la orla de color que rodeaba a las imágenes (Schultheiss & Denil, 2002). También en Francia, Alemania e Italia se fabricaron numerosos microscopios compuestos de tipo acromático. El resultado fue una explosión en la investigación microscópica entre 1830 y 1848, con lo que se desarrolló y confirmó el conocimiento sobre la estructura del organismo animal (Izaguirre-Ávila & de Micheli, 2005).

Durante la primera mitad del siglo XIX aparecieron en París dos obras dedicadas a las células de la sangre: Ensayos de Hematología Patológica, de Gabriel Andral (1797–1876) en 1843 (Doyle, 1989); y el Curso de Microscopía, de Alfred Doné (1801–1878), en 1844 (Kampen, 2012). La obra de Andral es la primera monografía escrita sobre hematología y en ella se pone especial atención a los procedimientos microscópicos y al contenido de glóbulos en la sangre. A mediados del siglo XIX, William Addison (1802–1881), médico de la Duquesa de Kent (Rolleston, 1934), así como otros observadores, encontraron células incoloras o blancas también en el pus y se pensaba que venían desde la sangre. Un hecho que acrecentó el interés por estas células fue la descripción de la leucemia, hecha en forma casi simultánea por D. Craigie y John Bennett (1812–1875), en Edimburgo y Rudolf Virchow (1821–1902), en Berlín (Rolleston, 1934). Cada uno de ellos describió un caso de autopsia, que reunían sorprendentes similitudes. Ambos investigadores reportaron esplenomegalia y cambios en el color y consistencia de la sangre. Bennett pensó que se trataba de pus en la sangre, condición conocida en esa época como piohemia. Su publicación apareció en octubre de 1847 y precedió a la de Virchow por seis semanas. Sin embargo, Virchow dio otra interpretación a los mismos cambios. Recordó que la sangre normal contenía los mismos corpúsculos pálidos observados en el pus de individuos con infección, y eran iguales a los encontrados en la sangre de su paciente. La única diferencia era que la proporción de corpúsculos pigmentados (eritrocitos) y corpúsculos pálidos (leucocitos) estaba invertida en este caso, en el que no encontró infección. Por ello, rehusó llamarle piohemia y le llamó simplemente sangre blanca. Dos años después, el término se acuñó con etimología griega y surgió como leucemia. Virchow publicó una serie de reportes en 1847, 1849, 1853 y 1864, donde comunicaba la relación entre los corpúsculos blancos y la nueva enfermedad; en algunos casos encontró una asociación con el crecimiento de los ganglios linfáticos, por lo que propuso dos tipos de patología: la leucemia esplénica y la leucemia linfática (Izaguirre-Ávila & de Micheli, 2005).

El reconocimiento de las plaquetas como una tercera partícula en la sangre se debe a los trabajos de Giulio Bizzozero (1846–1901), de Várese, Italia, y George Hayem (1841–1935) (Brewer, 2006). Este último, nacido en París, comunicó que "en la sangre de todos los vertebrados existen unos pequeños elementos que no son ni los glóbulos rojos ni los glóbulos blancos" y los llamó hematoblastos, porque pensó que eran precursores de los eritrocitos. Describió cómo se agregan y cambian de forma y su interacción con la fibrina cuando la sangre es removida. Reconoció que detienen la hemorragia y les atribuyó una doble función: "acelerar la coagulación y jugar un papel en la regeneración de la sangre" (Izaguirre-Ávila & de Micheli, 2005).

El órgano donde se sintetiza la sangre permaneció como un problema por siglos, originalmente todos aceptaron la palabra de Galeno, pero cuando se dieron cuenta de que la anatomía griega no concordaba con las nuevas observaciones anatómicas, comenzaron a aparecer otros postulantes como el corazón o las propias venas. En 1868 Ernest Neumann (1823–1918), nacido en Kónigsberg, Prusia Oriental, publicó un comunicado donde sugería que la sangre tenía su origen en la médula ósea y que éste era un proceso continuo (Rolleston, 1934). Además, reconoció a la leucemia como una enfermedad de la médula, por lo que la llamó Leucemia mielógena. Julio Bizzozero hizo el mismo descubrimiento en forma independiente, que dio a conocer el mismo año de 1868 en la publicación Sobre la función hematopoyética de la médula de los huesos (Izaguirre-Ávila & de Micheli, 2005).

Durante los siglos XVII y XIX se demostró, mediante transfusiones experimentales en animales e incluso en hombres, que podía restituirse la sangre de animales desangrados, que la sangre transportaba el oxígeno y que, si se hacía incoagulable mediante extracción de su contenido de fibrina, podía administrarse a animales. Finalmente quedó demostrado que las transfusiones de animales al hombre eran muy peligrosas, pero poco a poco se iniciaron las transfusiones de hombre a hombre. Blundell, Ponfick, Landis, Arthur y Pager expusieron los efectos fisiológicos y químicos de las transfusiones, pero fueron los trabajos inmunológicos de Ehrlich, Bordet y Gengou, entre otros, los que permitieron a Karl Landsteiner clarificar la existencia de los grupos sanguíneos, lo que supuso la incorporación sin ningún riesgo de la transfusión sanguínea a la práctica médica (Rolleston, 1934). En 1910 Landsteiner describió los tipos A, B, 0 de los hematíes, y posteriormente al tipo AB y así, la medicina transfusional inició su verdadera etapa científica (Giangrande, 2000; Starr, 2012).

Aunque las fuentes principales que he empleado para este texto abundan en más detalles, me parece que en este punto podemos dejar el relato, en el interior de la sangre como un tejido biológico con propiedades físicas, despojada de sus antiguas vinculaciones a las leyendas y la religión.

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